miércoles, 6 de abril de 2016

Sobre la experiencia de mirar una película y otros mitos relacionados: Comer en la sala

No hay medias tintas a la hora de afirmar esto: los que amamos ver cine en sala odiamos a quienes comen frente a la gran pantalla.
Sí, odiamos. No se puede ser más cauto, sutil ni políticamente correcto.
Como ya lo señalé en un post relacionado con éste, la experiencia de ver una película en la sala oscura, en silencio, es una exploración tanto del filme como de uno mismo.

Pero claro: en silencio.
No hay manera posible de concentrarse en las imágenes, palabras, actuaciones, escenarios que nos propone un director si tenemos sentado a nuestro lado a alguien que mastica, engulle y sorbe la pajita del vaso de gaseosa hasta el fondo como si la última gota de oxígeno del planeta se encontrara allí abajo.



La secuencia transcurre más o menos así: la familia llega y se despliega en los asientos que tiene reservados (y a veces alguno de más si no está ocupado para ubicar los bolsos). Se acomodan y se reparten el botín adquirido en la tienda que la empresa de multicines instaló a la entrada, donde también se encargó de avisar mediante abundancia de carteles que "no se permite el ingreso a la sala con alimentos o bebidas comprados fuera del local".
Vaso doble de gaseosa para uno, balde de cinco litros de capacidad lleno hasta el tope de pochoclo para otro, panchos, hamburguesas y, la estrella de la sonoridad, los nachos con queso.



Al margen de que a la gente le guste comer en la sala, hay que reconocer que quien pensó los menúes tenía una obsesión por la comida ruidosa. Todo cruje, se mastique rápido o lento. Todo hace ruido. Todo molesta.

Y esto es sólo el comienzo. Durante la película se intercambiarán los paquetes, porque ahora al que tenía los pochoclos le dio sed y le cambia el tacho por el vaso a su familiar, y así se la pasan de enroque gastronómico en enroque gastronómico todo el tiempo que dure la película. Y piden lo que les falta en voz alta, claro.

Hasta aquí el padecimiento en las salas comunes, las habituales. Sin embargo la industria ha ido más allá e implementó las salas "premium", salas que no sólo cuentan con butacas mucho más confortables que las de las salas ordinarias, sino que también ofrecen servicio de restaurant.
Sí, de restaurant.




Allí el espectador no sólo va a ver (lo que pueda de) un filme, sino que va a hacer la cena completa, con platos de losa y cubiertos metálicos incluidos.
Mi experiencia personal en este tipo de lugares es positiva ya que lo máximo que nos ofrecían era un café, pero me han contado quienes fueron a funciones con público que el lugar tiene el ruido característico de un restaurant común. Choque de platos y cubiertos, rumores de comentarios y, la cerecita de la incomodidad, los mozos recorriendo la sala una vez iniciada la película para entregar los platos de último momento. ¡Y a rogar que a nadie le aparezca una mosca en la sopa!



Incluso los nutricionistas están en contra de estos hábitos ya que fomentan el consumo de grandes cantidades de calorías extra. Mientras que los expertos en salud aconsejan que, para comer mejor y cometer menos excesos, es importante ver lo que se come, comer sin hacer otra actividad en paralelo y así focalizar, registrar lo que se come, las empresas proponen todo lo contrario: la ingesta autómata y a oscuras de la mayor cantidad de comida posible...

Todo esto tiene sus explicaciones comerciales, no es que haya maldad (aunque parezca) de parte de quienes lo ofrecen, pero sí un voraz espíritu de lucro. El porcentaje de ganancia sobre el valor de la entrada de cine es exiguo para las empresas dueñas de las salas exhibidoras, por eso deben combatir el riesgo de ruina económica con la generación de regalías por otros rubros.

Así es como venden paquetes para festejar cumpleaños infantiles o esto: hacen de la sala de cine un patio de comidas.
Los precios de los productos son ridículamente altos con respecto al precio del mismo producto en la calle, pero la gente los paga, como si fuera parte obligatoria del ritual.



Quizás la gente iría más seguido al cine si estos valores exorbitantes del consumo gastronómico no tuvieran que sumarse al costo de la entrada.
No es lo que busca la industria, que entonces inventa el concepto, en forma de necesidad, de ver cine como si se estuviera en casa, trastocando para siempre el sentido real de ver una película, el sentido de la experiencia cinematográfica.



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